Dijo: Yo soy la voz del que clama en el desierto:
Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta.
Presentar
un libro no debería ser un ejercicio hermenéutico desde la academia y para la
academia, debería ser una lectura que despertase en el lector la curiosidad por
adquirir y leer el libro que se presenta. Cada vez, que un autor me pide que
tome el riesgo de analizar su libro frente
a un público, me preguntó ¿Qué aporta este libro a la poesía costarricense?
¿Qué representa en el panorama de la poesía hispanoamericana? ¿Qué agrega a la
riqueza y variedad de la poesía escrita en español? Estas preguntas siempre me
atormentan cuando por compromiso o amistad debo enfrentarme a un texto escrito.
En las presentaciones de los libros, generalmente, siempre se hacen dos
lecturas contrastantes: la académica somnífera y la amistosa apología. Entre
una y otra, el libro es un pretexto para hablar de nuestros gustos, prejuicios
y obsesiones.
Estación Baudelaire es otro libro de
poesía, otro afán creador, otro intento
de entender la realidad. Pues si hay alguna forma de aprehender la realidad es
mediante el poema, mediante el símbolo que algunos poemas generan para el
lector. Octavio Paz meditando sobre la estética de Baudelaire escribió: “Cada poema es una lectura de la realidad;
esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: un volver a
cifrar la realidad que descifra. El poema es el doble del universo: una
escritura secreta, un espacio cubierto de jeroglíficos. Escribir un poema es
descifrar el universo para cifrarlo de nuevo. El juego de la analogía es
infinito: el lector repite el gesto del poeta; la lectura es una traducción que
convierte al poema en poeta en el poema del lector.” (Los hijos del Limo,
p.18). Octavio piensa, pensaba que la poesía es el Uróboros que constantemente
se devora a sí misma, lucha eterna o esfuerzo inútil por crear algo nuevo, algo
que nos haga ver la otra realidad de la realidad verdadera.
En Estación Baudelaire, Diego Quintero hace un esfuerzo titánico por
superar las poéticas ternurosas de Felipe Granados y Alfredo Trejos, así como
la prosa-poesía inocua de un Luis Chaves y compañía, así como las tendencias
que giran en torno a bukowsky y los beatniks. Se adhiere de manera solapada las
estéticas practicadas por Ezra, Cernuda, Panero, Gimferrer o Aguilar. Agrega un
nuevo sentido apocalíptico a la poesía, una amargura efímera, una suerte de
discurso anti-estado-moderno-democrático que
visualiza el sinsentido de la vida postmoderna. El poeta quiere sacudirnos
y que miremos la realidad como él la mira, como él la disecciona, como él la
come y la vomita sobre la hoja de papel en blanco.
Estación Baudelaire no es un
libro inocente, es un libro escrito por un sociópata, por un psicópata, por un
lector que ha leído la realidad y al leerla la ha descubierto o revelado en su
inmundicia y sordidez, o la realidad ha revelado la inmundicia y sordidez del
poeta. El círculo nunca se cierra. Por eso, asistimos a la creación y
apropiación continua de alter egos: Pessoa, Yago, Rocha, Rachefield,
Wittgenstein, Fogwill, Ribeyro, Quintero. El poeta es una legión demoniaca de
personalidades literarias, filósoficas, psiquiátricas y quintereanas. El poeta
no hace otra cosa que mostrarnos que la realidad es escritura, y la escritura
realidad. Obsesionado porque no puede romper el círculo perpetuo y el eterno
retorno se burla de sí mismo y de lo otro, con una ironía y un sarcasmo casi
adolescente, pero sin caer torpemente en el universo de los bares, los penes y
las vaginas; en el panegírico del sexo coital y anal. Por dicha, nadie es penetrado en el libro de Diego
Quintero.
Estación Baudelaire es y será otro libro
incomprendido, yo aún no logro ver que agrega a la poesía costarricense e
hispanoamericana, quizás cierta dosis de violencia, una brutalidad cercana a la
Europa central y al imperio norteamericano; una psicosis mundial que nos va
desgarrando con el inconveniente de que ya no existen ideales, sino
hombres-mercancías, mujeres-objeto, estadísticas y más estadísticas de muertos,
votos, inmigrantes, etc. Es un poemario siempre al acecho de un lector
sadomasoquista, porque la realidad es la misma y es otra, la poesía es la misma
y es otra, el poeta es el mismo de hace mil años y es el otro que nos lee sus
poemas.